La escritura, el ritmo y el lenguaje ordinario

Henri Meschonnic (La rime et la vie, 1989)



Traducción: Inés Ichaso y Julieta Sbdar

crítica: un oído absolutamente atento al porvenir.
Marina Tsvetaïeva, “Poet o kritike”

El conocimiento del ritmo propio es para un artista
el mejor escudo ante cualquier desprecio o elogio.
Alexandre Blok, “Dusa pisatelja”, 1955: 106


Si la escritura es lo que adviene cuando algo se hace en el lenguaje, algo que no se había hecho antes, entonces participa de lo desconocido. Es decir del ritmo. Comienza donde se detiene el saber. Así como el saber es el presente del pretérito, podríamos decir que la escritura, en el momento en que ocurre, es el presente del porvenir, el porvenir en el presente. Luego, en algunos casos y tal vez para siempre, es un pretérito que sigue teniendo porvenir.

    ¿Cómo podemos, entonces, abordarlo? Es necesario dar un rodeo. No se trata, tampoco, de intentar decir qué es la escritura. Porque el acto de definir contribuye a una lógica de identidad. La definición busca atrapar el ser. La escritura sólo comienza cuando la definición termina, al menos lo ya definido.

    Es llamativo que la búsqueda de la definición y del ser encuentre palabras. Se precipita en la trampa conocida, reconocida, que consiste en que las palabras se comenten a sí mismas. La verdad de las palabras reemplaza la verdad de las cosas. Particularmente en el círculo etimológico donde se mueven las palabras clave de la crítica literaria, como poesía, prosa, verso, texto (una pequeña maravilla, esta última), que reiteran su propia etimología, hablan de sí mismas y no nos enseñan nada sobre lo que esperamos de ellas. Saussure decía que partir solamente de las palabras es un mal método.

    El discurso sobre la escritura, entonces, aparece a menudo como una variante del viejo realismo lógico. Sin mencionar la oposición entre lo escrito y la voz. De Platón a Derrida, ese ruido de fondo que es el signo, con su paradigma obligado. Ese cortejo es una verdadera danza macabra. De ahí surge toda una literatura, incluso un género literario: Ponge y todos los que tomaron partido por las palabras.

    Se trata, sobre todo, de buscar lo que hace la escritura, pregunta múltiple por el cómo. Cómo se inscribe en ella quien la hace, quien la lee, la cuestión del sujeto como función de lenguaje, en la que se anula la distinción-oposición entre el individuo y lo social. Pregunta, también, por la historicidad de un discurso que implica otra pregunta por la historicidad radical del lenguaje: el funcionamiento del lenguaje como ritmo.

    Partiendo de Benveniste –es decir volviendo a pasar por Heráclito contra Platón–, pero también partiendo de Hopkins. Reconocer el movimiento de la palabra en la escritura. De ahí la transformación mutua que padecen las nociones en juego. Si el ritmo se transforma, la teoría del lenguaje se transforma. En ese sentido, la teoría es crítica. Toda estrategia que mantenga el signo es tradicional. El signo y el ritmo-metro son posibles entre sí, necesarios entre sí.

    La cuestión de la escritura pone a prueba las ideas sobre el lenguaje. Es la travesía del lenguaje y de la sociedad. Es el conflicto del signo y del poema. El poema arrastra una crisis y una crítica de las categorías de la racionalidad, la tríada de las Luces (ciencia, moral, estética). Sobre todo, la estética misma como categoría. Es la solidaridad, la consustancialidad entre escritura y modernidad. La modernidad como teoría de la literatura.

    De ahí la necesidad de distinguir, contra las confusiones interesadas o ingenuas, entre modernidad y vanguardia (y las vanguardias entre ellas), entre modernidad y ruptura, entre la modernidad y lo nuevo por lo nuevo. Entre lo moderno y lo contemporáneo. Esta necesidad es la de la crítica como sentido del porvenir. La que señala, en el epígrafe, la frase de Tsvetaïeva. La crítica se desdobla entre la escritura y la ética.

    Para precisar esos vínculos, sin dudas la mejor vía es el análisis del ritmo y la prosodia como subjetividad-especificidad-historicidad. Lo que le decía Mallarmé a Verlaine cuando escribía: “usted mantiene su sintaxis”. En esas simples palabras está todo dicho. Quedan archivadas en el museo las categorías tradicionales duales (oposición entre lo escrito y la voz) que trasladaban el ritmo desde lo formal hacia lo sentimental, de lo numérico hacia lo místico, lo fónico. Se trata, simplemente, de saber qué hace un discurso. No lo que dice, sino lo que hace y cómo. ¿Por qué hay que pensar el discurso en términos de discurso? Sin embargo, el signo, incluso en la pragmática, se piensa en términos de lengua, en una contradicción aún más fuerte porque es imperceptible: pensar lo continuo en términos de discontinuo. Si bien Saussure habla de “divisiones tradicionales” (léxico, morfología, sintaxis), él mismo propone una analítica de lo continuo: el juego de la asociación y lo sintagmático.

    El reino de lo discontinuo (palabra, frase, lengua, sentido, origen, estructura) produce e instala el paraíso perdido, el continuo mítico entre las palabras y las cosas. ¡Cuántos obstáculos para pensar el continuo entre lenguaje y sujeto, lenguaje y cultura, literatura, sociedad e historia!

    Aquí, la falta de relación entre filosofía y lingüística, lingüística y teoría literaria, filología y poética, entre otras, juega un rol importante, como se puede ver. La enseñanza de la ignorancia para asegurar mejor su saber.

    Así, la crítica de ritmo forja una poética de la sociedad. Si toda representación del lenguaje es una estrategia, también lo es toda representación de la literatura. No solo dice qué hace con la escritura, sino también, inevitablemente, lo que hace con el lenguaje llamado ordinario.

    La relación entre escritura y ritmo, en sentido crítico, pone en evidencia la historicidad radical del discurso, de todo discurso. La historicidad de la pronunciación ignorada por la mayoría de los filólogos. Queda un gran trabajo para los archivistas futuros: ¡habrá que rehacer tantas ediciones!

    Así como al hablar de poesía se muestra lo que se hace con el resto, con lo ordinario, a la inversa, al hablar de lo ordinario se muestra lo que se hace con la poesía, con la literatura. Porque estamos en la esfera del signo, que es una unidad-dualidad-totalidad. Se trata del “todo lo que no es verso, es prosa”, frase del más célebre lingüista del signo, el señor Jourdan.

    Asimismo, es necesario intentar establecer distinciones en este concepto tan ordinario de lenguaje ordinario, que sorprende por su duplicidad, su carácter huidizo, astuto como la razón.

    A primera vista, el concepto parece, cuanto menos, doble. Por un lado, designa un aspecto del lenguaje, una parte delimitable como aquella de todos los días; y sin embargo, por otro lado, cubre la totalidad del lenguaje, a excepción de la literatura. La poesía designa indistintamente el lenguaje y una relación con el lenguaje, que se esconde tras el encanto de lo obvio, como si el término mostrara de forma transparente la naturaleza misma del lenguaje. Un estatuto y una teoría. La expresión lenguaje ordinario es más perversa y perniciosa por su aparente sencillez, su aire de simplicidad. Implica una actitud y una historia situadas. La instrumentalización de la expresión se esconde tras su banalidad.

    Decir lenguaje ordinario no es sino designar el signo. Bajo el aspecto del instrumentalismo que reduce el lenguaje a la información y a la comunicación. La expresión, también, puede ser portadora de una neutralidad aparente, la de los lingüistas que hablan de common speech con un aire científico, así como de una desvalorización ostensible, la que adquiere la cotidianeidad misma según el esquema de Heidegger que opone lo inauténtico a lo auténtico: el Gerede, el Man formarían parte del paradigma de lo inauténtico y de lo cotidiano. Del lado bueno, en cambio, la poesía y el pensamiento. No cualquiera, por supuesto. Solo el pensamiento que piensa ese pensamiento. Que se inclina hacia lo auténtico. Forma renovada de la vieja dualidad entre lo profano y lo sagrado. Excepto que esa representación profane lo profano. Cubierta por negaciones buscadas que confirman, sin embargo, el esquema. La jerga. La autenticidad.

    Un pequeño detalle alcanza para demostrarlo: el deslizamiento de Heidegger cuando interpreta el verso de Hölderin “Und was Ich sah, das Heilige sei mein Wort” (“y lo que vi, lo sagrado sea mi palabra”) transformando el subjuntivo sei en indicativo: “das Heilige ist mein Wort” (lo sagrado es mi palabra). Ese deslizamiento decisivo sacraliza la poesía. Hölderin solamente dice la tensión entre lo sagrado y el lenguaje. Lo cual es, poéticamente, más verdadero y más fuerte. Ese deslizamiento separa radicalmente la poesía del resto del lenguaje. Hace de ese resto lenguaje empobrecido, inferior, despreciado. Señala de esa manera su desconocimiento del lenguaje. Doble. Tanto de la poesía, que él coloca allá en lo alto, como del resto, que ubica muy por debajo. Esa trampa en la cual tantos poetizantes y filosofantes cayeron para perderse.

    La expresión lenguaje ordinario es entonces la expresión mítica, y mistificadora, del signo. Tiene variantes muy ilustres: “el reportaje universal” de Mallarmé, “la lengua es fascista” de Barthes. No designa un registro: las “palabras simples” respecto de las palabras librescas o raras, el enunciado fácil opuesto al difícil. Si hiciera solo eso, estaría del lado de la estilística. Pero no: es semi-retórica, semi-lingüística, en el sentido en que confunde la prosa con lo cotidiano. La “prosa del mundo” según Hegel y el mundo de la prosa, el lenguaje-de-todos-los-días, que a su vez confunde lo hablado con lo escrito en una indiferencia reveladora. El rasgo-lenguaje de la ontología.

    Totalizante y totalmente inscripta en el binarismo, la expresión lenguaje ordinario no desconoce el ritmo como infinito del sujeto y del lenguaje. Finalmente, tiene razón al oponerse a la poesía. Porque si la poesía es el descubrimiento del ritmo en tanto tal, como el río de lenguaje al cual un sujeto se identifica momentáneamente, la poesía invierte esa noción de lenguaje ordinario contra sí misma.

    Al dejar el lenguaje de los domingos a los sacerdotes de culto que se repliegan sobre sí mismos, la poesía, más acá y más allá de la oposición entre el verso y la prosa, toma el lenguaje ordinario y muestra que todo lenguaje es ordinario, y que ella misma está hecha de él. Es el acto por el cual lo ordinario pone al descubierto todo el lenguaje. Y es entonces mediante la poesía que deja de haber lenguaje ordinario.

    Descubrir para sí es trabajo de la escritura. Es el sentido de la apología de Alexandre Blok cuando, en lenguaje religioso, hablaba de escribir “como si Dios te ve” 1. Porque no conocemos nuestro ritmo de antemano. Pasamos la vida buscándolo.

1 “Comme si Dieu te voit”, del original.